Aunque parezca increíble, en el fondo del sí mismo existe la bondad, no la maldad.
Si observamos lo que ocurre en el mundo a nuestro alrededor podemos ver
todos los días hechos de violencia, agresividad, muerte y destrucción.
Es difícil creer que no exista la maldad en forma absoluta.
Por el contrario, la maldad parece reinar en todos los órdenes de la existencia.
¿Qué es el bien?, porque lo que es bueno para uno puede ser malo para otro. ¿Es acaso el bien algo relativo a las circunstancias o el bien es absoluto?
Platón dice que el Bien es la idea suprema y que el mal es la ignorancia.
San Agustín pasó gran parte de su vida cuestionándose sobre la existencia del mal, hasta que leyó a Platón y a San Pablo y se pudo convencer que el mal no existe, que no es en sí, no tiene Ser, que el mal es ausencia de bien.
Aristóteles considera una acción buena aquella que conduce al logro del bien del hombre o a su fin, por lo tanto, toda acción que se oponga a ello será mala.
Para Aristóteles, la bondad es un atributo trascendental del Ser.
Sócrates identificaba a la bondad con la virtud moral y a ésta con el saber. La virtud es inherente al hombre que es virtuoso por naturaleza y los valores éticos son constantes, por lo tanto el mal es el resultado de la falta de conocimiento.
Con respecto a la existencia del mal, Santo Tomás de Aquino nos dice que al crear este Universo, Dios no deseó los males que contiene, porque no puede crear lo que se opone a su bondad infinita.
Nos sigue diciendo que el mal no fue creado, el mal es una privación de lo que en si mismo como Ser, es bueno; y el mal, como tal, no es querido tampoco por el hombre, porque el objeto de la voluntad humana es necesariamente el bien. El pecador no quiere el mal, lo que quiere es el placer sensible de un acto, que se supone malo, pero su fin no es hacer el mal. No hay voluntad alguna que quiera el mal como tal.
Agrega que Dios creó un Universo cuyo orden exigía la capacidad de defecto y corrupción por parte de algunos seres.
Nos propone que la justicia exige que el mal moral sea castigado y postula que el castigo existe no por si mismo sino para que el orden de la justicia sea preservado.
La libertad es un bien para Santo Tomás porque hace que el hombre se parezca más a Dios. Él no quiso el pecado, pero lo permitió en razón de un bien mayor, que el hombre sea libre y pudiera amarlo y servirlo por propia elección. No quiso el mal físico por si mismo sino en provecho de la perfección del Universo.
Krishnamurti nos dice que el Bien es el orden total y el Mal es el desorden. El orden, en relación a la conducta en el aquí y ahora, es virtud; y el desorden es no virtud, destructivo, dañino, impuro.
Krishnamurti nos dice que uno puede sentir en el fondo de si mismo que la bondad absoluta existe, o sea el orden verdadero, libre de prejuicios. No se trata de aceptar un patrón o modelo externo sobre lo que es ordenado y bueno, porque todo patrón externo produce conflicto con el sí mismo y el conflicto es origen del desorden.
Sostiene que somos el mundo y el mundo es lo que somos, que la conciencia del mundo es nuestra conciencia y si comprendemos esto habrá compasión verdadera por todo y por todos, y que esta compasión es la libertad.
Está convencido que la sociedad es el desorden organizado; y que la negación de la continuidad de la violencia y del rencor, es el Bien. La sociedad soy yo y si yo no cambio la sociedad no puede cambiar.
Para él el Bien es absoluto y el mal no existe. En el momento que afirmamos la existencia del mal absoluto esa misma afirmación es la negación del Bien. La bondad implica renuncia total del yo; y salirse del egocentrismo es alcanzar el orden completo, la libertad, y la bondad.
Orden para Krishnamurti, significa conducta en libertad y la libertad es amor y no placer.
El bien y el mal son conceptos o nociones relativos al sentido, al valor o a las consecuencias de la actuación humana, y también son entendidos como lo que afirma —el bien— o lo que niega —el mal—ciertas exigencias o valoraciones. Así entendidos ambos, el bien es lo que se ajusta a lo exigido o satisface valoraciones como la verdad, la justicia, el orden, la armonía, el equilibrio, la paz o la libertad, o todo lo que favorece el bienestar, ya sea en el ámbito individual o comunitario. El mal, por su parte, es todo lo contrario a lo anterior. Fernando Savater —filósofo especializado en ética— afirma que el bien es todo lo que está de acuerdo con lo que somos y lo que conviene al ser humano, y el mal es lo contrario: lo que significa la negación de lo que somos y lo que no nos conviene como seres humanos.
Al hablar sobre el bien y el mal, tres aspectos importantes llaman nuestra atención: primero, al calificar algo como bueno o malo lo hacemos desde nuestra propia conciencia personal, y lo hacemos —actuando como jueces veritativos— aún desde que somos niños; segundo, los integrantes de un grupo o comunidad humana —generalmente—llegamos con relativa facilidad a un punto de acuerdo o coincidencia acerca de lo que es bueno o malo con respecto a algo que conocemos o nos afecta a todos, y rara vez sucede lo contrario; y tercero, el mal relacionado de manera específica con una valoración ética o estética —como amor, orden, justicia, armonía, equilibrio, bienestar, paz o libertad— no se define o describe en función de sí mismo sino que se hace —directa o indirectamente— por ser lo opuesto a algo otro que constituye la valoración positiva; por ejemplo: el desorden es la carencia de orden, el odio es lo opuesto al amor; el malestar es la carencia o lo opuesto al bienestar.
Un intento de teorizar sobre el bien y el mal —entre otras opciones metodológicas—consiste en un esquema representado por un continuo con dos polos o extremos, en cada uno de los cuales existe un concepto límite (relativo a lo bueno o a lo malo). En este continuo, toda acción humana se ubica en un punto, más cercano al bien o más cercano al mal. Ejemplos de polos: amor/odio; orden/desorden; paz/guerra; equilibrio/desequilibrio.
hora bien, nos damos cuenta que además de las especificidades de significación de cada uno de estos pares dicotómicos —amor/odio, orden/desorden—, cada elemento del par nos impacta en un sentido o en otro sentido opuesto. El cómo nos impacta se traduce en el valor, no sólo del concepto, sino de su concreción en nuestra vida, lo cual nos lleva a preferir el orden sobre el desorden, el amor sobre el odio. Esto parece sugerirnos la noción de “supra orden subyacente” o de “estructura superior invisible” del universo, “orientada con un sentido positivo”. Esta noción es reforzada por nuestra (¿innata?) capacidad valorativa, presente en todas las culturas, vinculada con las nociones positivas mencionadas, por lo cual no resulta nada difícil lograr consenso o conseguir el respaldo de la gente en cuanto a favorecer condiciones asociadas a los conceptos de orden, equilibrio, justicia y amor, a menos que algunos se sitúen —febrilmente o a ciegas— en posiciones fundamentalistas, que pongan lo doctrinario o ideológico por encima del bien común.
Entre los animales no es pertinente hablar del bien y del mal, sino
sólo de lo adecuado y lo inadecuado, lo que les conviene y lo que no les
conviene, pues ellos están programados genéticamente para hacer lo que
corresponde a su especie, y así lo hacen, dentro de lo programado.
Además, los conceptos bien y mal surgen de nuestra conciencia, y los
animales no tienen conciencia de sí mismos ni conciencia valorativa más
allá de lo meramente objetivo (valorar la comida, por ejemplo). Por otra
parte, los humanos podemos actuar —y de hecho actuamos— en un sentido o
en otro, hacia lo bueno o lo malo, hacia lo que conviene o lo que no
conviene, aún en contra del criterio de conservación de la vida o de lo
simplemente biológico. O sea, los humanos hacemos el bien o el mal según
nuestra elección, preferencia o capricho, es lo que se ha llamado libre
albedrío. Los animales han demostrado moverse o reaccionar según
preferencias —aunque sólo de carácter fisiológico— cuando hay a la vista
opciones para escoger, tales como estar expuestos al sol o buscar la
sombra, o comer ciertas cosas en lugar de otras.
Las preferencias en los seres humanos no son sólo de tipo fisiológico, sino también de carácter simbólico, o sea, derivadas de conexiones entre significados, expectativas y valores, con una noción de ‘sentido’. Los valores son algo abstracto, propio de nuestro pensamiento, y éste se desarrolla mediante simbolismos, o sea, de conexiones entre significados y significantes con sentido valorativo. La noción de ‘sentido’ implica que los humanos, además de satisfacer nuestras necesidades fisiológicas, nos dirigimos hacia algo más allá de lo que está a la vista, buscamos o perseguimos algo más. Fernando Savater afirma que los humanos no sólo usamos las cosas, sino que les damos valor o le asignamos una importancia, específica según cada quien. En este sentido, según él, las cosas no sólo son lo que son, sino lo que significan para cada quien, según el valor que les otorgamos.
Y los humanos, además, tenemos conciencia de que somos sujetos, de nuestra individualidad. La noción de sujeto —la percepción del yo— es para cada quien la noción más importante, vinculada a una historia personal, muy propia. Y por ello cada persona, en la medida en que puede, busca singularidad: ser él mismo, tener y realizar sus preferencias, vivir su propia vida, alcanzar sus propios logros. Esto, sumado a la condición más significativa de la praxis humana como lo es la libertad, nos lleva a un verdadero drama. Es el drama de la actuación humana, que se desplaza ‘a discreción’ —o más bien, a su criterio personal— entre los límites del bien y el mal.
¿Hasta qué punto actúa libremente el sujeto ante el dilema ético?
Pues el libre albedrío, como señala Savater, es un concepto que presenta
ciertas deficiencias de significación y hasta de factibilidad, debido
según él a “nuestra imposibilidad de querer racionalmente el mal” (El
Valor de Elegir). En efecto, un auténtico libre albedrío debería
significar el poder desear y elegir tanto el bien como el mal, como
opciones equiparables. Y resulta que el bien lo podemos desear y,
además, elegir racionalmente. En cambio, podemos desear el mal y hasta
elegirlo, pero tal elección no sería nunca racional o sujeta a la
racionalidad, pues significaría la negación de lo que somos y de cómo
somos los humanos. Y, en los casos extremos, el mal significa la
negación de la existencia. Savater cita al filósofo Jean-Luc Nancy,
quien señala —en “La Experiencia de la Libertad”— que el mal está
presente en cada existente como “…su posibilidad más propia de rechazo
de la existencia”, y hasta enfatiza que “el mal es el odio de la
existencia como tal”. Esto es remarcado por Savater, al decir que “…es
inevitable aceptar que lo irracional existe también como una de nuestras
posibilidades”.
Entonces, aceptar el mal —en cuanto desearlo y elegirlo como opción de vida—, si somos sinceros, significa tener que aceptar que somos malos por decisión personal. Pero aquí no está el escollo, porque tal cosa puede acontecer —y de hecho acontece—, sino que también, al mismo tiempo, significaría aceptar que elegimos la negación de la existencia, que elegimos lo irracional. He aquí el problema, pues el ser humano siente la necesidad de creer que está tomando decisiones correctas o por lo menos acertadas, que va por un camino acertado. Por ello, es problemática tal sinceridad con respeto al mal, y por ello nos engañamos a nosotros mismos y, a la vez, intentamos engañar a otros acerca de las ‘razones’ o argumentos sobre la elección del mal. El mismo Hitler invocaba razones sublimes para justificar sus acciones criminales, y declaraba que la Providencia estaba de su parte.
Más arriba decíamos que nosotros calificamos algo de ‘bueno’ o ‘malo’ desde nuestra propia conciencia, y lo hacemos actuando como jueces veritativos, o sea, capaces de comprender y aplicar criterios de verdad. En relación con el mal, la conciencia juega un papel de primera importancia, y así lo indica Savater al opinar que si descargamos la conciencia de malas elecciones, o sea, que todo lo considere bueno o aceptable “…acaba desapareciendo como tal conciencia” (El Valor de Elegir), quedando convertida sólo en un espejo empañado que refleja mal la realidad, un espejo de autoengaño. Y en relación con esa necesidad de auto justificación, Aristóteles —al referirse a la debilidad de la voluntad o akrasia— establece una diferencia, como comenta Savater, entre el akrates o el pasionalmente débil, y el akolastos o el desenfrenado malvado, a quien sus “reiteradas perversiones le han llevado a convencerse de que obra bien cuando hace lo peor”.
Los positivistas, pragmáticos y relativistas afirman que los criterios para calificar algo de bueno o malo son netamente culturales, y como la cultura cambia así también pueden cambiar tales criterios. Así, cualquier cosa puede ser calificada como buena —y lo contrario a ella como mala— si tal cosa es aceptada o respaldada por una comunidad o conglomerado humano. Sin embargo, es necesario destacar que todo lo que hacemos lo hacemos con un propósito o intención. La intención es un criterio central en la consideración o valoración ética. Y toda intención se traduce en un objeto y un resultado. No hay intención inocente, pues toda intención humana lo es hacia un objeto, con un propósito determinado. Y tampoco hay intención practicada sin resultado. El objeto es lo que se persigue con la acción, y el resultado es lo que deriva de esa acción.
Cuando hablamos de propósitos y sus resultados, tocamos el tema de
los criterios de conveniencia. Según los positivistas, pragmáticos y
relativistas, los criterios de conveniencia son sólo lo que cada grupo
humano elige como guía de su propia conducta, sin que exista nada
opuesto que pueda calificarse de verdadero. Sin duda, podemos elegir o
practicar cualquier cosa que se nos antoje —y hasta justificar nuestra
elección o práctica— contra todo criterio de conveniencia, pero la
conveniencia ‘en sí misma’ o per se, como lo que afirma o apoya nuestra
existencia y favorece el logro de resultados positivos, es algo que
—aunque sea obviado o negado— permanece como una referencia real, como
algo intangible que se sigue imponiendo ante nosotros, en su
trascendencia. Es lo que unos denominamos ‘criterio de verdad’, y a lo
que otros niegan validez lógica, por no aceptar nada más allá de la
simple inmanencia.
Luc Ferry —filósofo francés actual, no creyente— sostiene que aún persisten claros indicios de trascendencia que han escapado a la deconstrucción nietzscheana de ideales —o proceso de destrucción de ídolos— y refiere como ejemplos de trascendencia también la noción de justicia, el derecho a la vida, la belleza y la libertad —y otros principios que subyacen a los derechos humanos— como cosas que no encuentran sustentación filosófica desde la inmanencia. Y el mismo Ferry destaca que la total y pura inmanencia es un sinsentido —algo que no es real— y nos da a entender que romper con todo tipo de trascendencia significa romper también con lo humano. Por ello, afirma: “La verdad, lo justo, lo bello y el amor están siempre presentes en nosotros”, y comenta que “de ello no sólo no podemos sino que no queremos zafarnos, y allí hay trascendencia”.
Las valoraciones éticas nos sirven de guía para evitar que nos abrumen, nos derrumben o nos aniquilen los resultados de acciones contrarias a lo que somos y a lo que nos conviene por ser lo que somos. Y hacer el bien o hacer el mal tiene no sólo una significación diferenciada en términos de valor sino también sus propias implicaciones. No es algo neutral el hacer el bien o hacer el mal, o el proceder de una manera o de otra contraria a valoraciones y expectativas. Ciertamente, las valoraciones —y con ellas las expectativas—cambian culturalmente y han cambiado con los siglos, pero los criterios acerca de lo que somos, cómo somos y cómo nos conviene ser y vivir, siguen siendo las luces que guían nuestra razón en la dilucidación entre lo bueno y lo malo. Podemos adaptar o forzar valoraciones, cambiar opiniones y criterios de aceptación o rechazo a cosas o conductas, pero —sin caer en el consecuencialismo— diremos que las consecuencias o efectos de tales cosas o conductas serán entonces el criterio de valor ‘a posteriori’ que nos indicará si tales valoraciones y criterios han sido los adecuados o no.
S.F. / M.A.S.
Por el contrario, la maldad parece reinar en todos los órdenes de la existencia.
¿Qué es el bien?, porque lo que es bueno para uno puede ser malo para otro. ¿Es acaso el bien algo relativo a las circunstancias o el bien es absoluto?
Platón dice que el Bien es la idea suprema y que el mal es la ignorancia.
San Agustín pasó gran parte de su vida cuestionándose sobre la existencia del mal, hasta que leyó a Platón y a San Pablo y se pudo convencer que el mal no existe, que no es en sí, no tiene Ser, que el mal es ausencia de bien.
Aristóteles considera una acción buena aquella que conduce al logro del bien del hombre o a su fin, por lo tanto, toda acción que se oponga a ello será mala.
Para Aristóteles, la bondad es un atributo trascendental del Ser.
Sócrates identificaba a la bondad con la virtud moral y a ésta con el saber. La virtud es inherente al hombre que es virtuoso por naturaleza y los valores éticos son constantes, por lo tanto el mal es el resultado de la falta de conocimiento.
Con respecto a la existencia del mal, Santo Tomás de Aquino nos dice que al crear este Universo, Dios no deseó los males que contiene, porque no puede crear lo que se opone a su bondad infinita.
Nos sigue diciendo que el mal no fue creado, el mal es una privación de lo que en si mismo como Ser, es bueno; y el mal, como tal, no es querido tampoco por el hombre, porque el objeto de la voluntad humana es necesariamente el bien. El pecador no quiere el mal, lo que quiere es el placer sensible de un acto, que se supone malo, pero su fin no es hacer el mal. No hay voluntad alguna que quiera el mal como tal.
Agrega que Dios creó un Universo cuyo orden exigía la capacidad de defecto y corrupción por parte de algunos seres.
Nos propone que la justicia exige que el mal moral sea castigado y postula que el castigo existe no por si mismo sino para que el orden de la justicia sea preservado.
La libertad es un bien para Santo Tomás porque hace que el hombre se parezca más a Dios. Él no quiso el pecado, pero lo permitió en razón de un bien mayor, que el hombre sea libre y pudiera amarlo y servirlo por propia elección. No quiso el mal físico por si mismo sino en provecho de la perfección del Universo.
Krishnamurti nos dice que el Bien es el orden total y el Mal es el desorden. El orden, en relación a la conducta en el aquí y ahora, es virtud; y el desorden es no virtud, destructivo, dañino, impuro.
Krishnamurti nos dice que uno puede sentir en el fondo de si mismo que la bondad absoluta existe, o sea el orden verdadero, libre de prejuicios. No se trata de aceptar un patrón o modelo externo sobre lo que es ordenado y bueno, porque todo patrón externo produce conflicto con el sí mismo y el conflicto es origen del desorden.
Sostiene que somos el mundo y el mundo es lo que somos, que la conciencia del mundo es nuestra conciencia y si comprendemos esto habrá compasión verdadera por todo y por todos, y que esta compasión es la libertad.
Está convencido que la sociedad es el desorden organizado; y que la negación de la continuidad de la violencia y del rencor, es el Bien. La sociedad soy yo y si yo no cambio la sociedad no puede cambiar.
Para él el Bien es absoluto y el mal no existe. En el momento que afirmamos la existencia del mal absoluto esa misma afirmación es la negación del Bien. La bondad implica renuncia total del yo; y salirse del egocentrismo es alcanzar el orden completo, la libertad, y la bondad.
Orden para Krishnamurti, significa conducta en libertad y la libertad es amor y no placer.
El bien y el mal son conceptos o nociones relativos al sentido, al valor o a las consecuencias de la actuación humana, y también son entendidos como lo que afirma —el bien— o lo que niega —el mal—ciertas exigencias o valoraciones. Así entendidos ambos, el bien es lo que se ajusta a lo exigido o satisface valoraciones como la verdad, la justicia, el orden, la armonía, el equilibrio, la paz o la libertad, o todo lo que favorece el bienestar, ya sea en el ámbito individual o comunitario. El mal, por su parte, es todo lo contrario a lo anterior. Fernando Savater —filósofo especializado en ética— afirma que el bien es todo lo que está de acuerdo con lo que somos y lo que conviene al ser humano, y el mal es lo contrario: lo que significa la negación de lo que somos y lo que no nos conviene como seres humanos.
Al hablar sobre el bien y el mal, tres aspectos importantes llaman nuestra atención: primero, al calificar algo como bueno o malo lo hacemos desde nuestra propia conciencia personal, y lo hacemos —actuando como jueces veritativos— aún desde que somos niños; segundo, los integrantes de un grupo o comunidad humana —generalmente—llegamos con relativa facilidad a un punto de acuerdo o coincidencia acerca de lo que es bueno o malo con respecto a algo que conocemos o nos afecta a todos, y rara vez sucede lo contrario; y tercero, el mal relacionado de manera específica con una valoración ética o estética —como amor, orden, justicia, armonía, equilibrio, bienestar, paz o libertad— no se define o describe en función de sí mismo sino que se hace —directa o indirectamente— por ser lo opuesto a algo otro que constituye la valoración positiva; por ejemplo: el desorden es la carencia de orden, el odio es lo opuesto al amor; el malestar es la carencia o lo opuesto al bienestar.
Un intento de teorizar sobre el bien y el mal —entre otras opciones metodológicas—consiste en un esquema representado por un continuo con dos polos o extremos, en cada uno de los cuales existe un concepto límite (relativo a lo bueno o a lo malo). En este continuo, toda acción humana se ubica en un punto, más cercano al bien o más cercano al mal. Ejemplos de polos: amor/odio; orden/desorden; paz/guerra; equilibrio/desequilibrio.
hora bien, nos damos cuenta que además de las especificidades de significación de cada uno de estos pares dicotómicos —amor/odio, orden/desorden—, cada elemento del par nos impacta en un sentido o en otro sentido opuesto. El cómo nos impacta se traduce en el valor, no sólo del concepto, sino de su concreción en nuestra vida, lo cual nos lleva a preferir el orden sobre el desorden, el amor sobre el odio. Esto parece sugerirnos la noción de “supra orden subyacente” o de “estructura superior invisible” del universo, “orientada con un sentido positivo”. Esta noción es reforzada por nuestra (¿innata?) capacidad valorativa, presente en todas las culturas, vinculada con las nociones positivas mencionadas, por lo cual no resulta nada difícil lograr consenso o conseguir el respaldo de la gente en cuanto a favorecer condiciones asociadas a los conceptos de orden, equilibrio, justicia y amor, a menos que algunos se sitúen —febrilmente o a ciegas— en posiciones fundamentalistas, que pongan lo doctrinario o ideológico por encima del bien común.
Las preferencias en los seres humanos no son sólo de tipo fisiológico, sino también de carácter simbólico, o sea, derivadas de conexiones entre significados, expectativas y valores, con una noción de ‘sentido’. Los valores son algo abstracto, propio de nuestro pensamiento, y éste se desarrolla mediante simbolismos, o sea, de conexiones entre significados y significantes con sentido valorativo. La noción de ‘sentido’ implica que los humanos, además de satisfacer nuestras necesidades fisiológicas, nos dirigimos hacia algo más allá de lo que está a la vista, buscamos o perseguimos algo más. Fernando Savater afirma que los humanos no sólo usamos las cosas, sino que les damos valor o le asignamos una importancia, específica según cada quien. En este sentido, según él, las cosas no sólo son lo que son, sino lo que significan para cada quien, según el valor que les otorgamos.
Y los humanos, además, tenemos conciencia de que somos sujetos, de nuestra individualidad. La noción de sujeto —la percepción del yo— es para cada quien la noción más importante, vinculada a una historia personal, muy propia. Y por ello cada persona, en la medida en que puede, busca singularidad: ser él mismo, tener y realizar sus preferencias, vivir su propia vida, alcanzar sus propios logros. Esto, sumado a la condición más significativa de la praxis humana como lo es la libertad, nos lleva a un verdadero drama. Es el drama de la actuación humana, que se desplaza ‘a discreción’ —o más bien, a su criterio personal— entre los límites del bien y el mal.
Entonces, aceptar el mal —en cuanto desearlo y elegirlo como opción de vida—, si somos sinceros, significa tener que aceptar que somos malos por decisión personal. Pero aquí no está el escollo, porque tal cosa puede acontecer —y de hecho acontece—, sino que también, al mismo tiempo, significaría aceptar que elegimos la negación de la existencia, que elegimos lo irracional. He aquí el problema, pues el ser humano siente la necesidad de creer que está tomando decisiones correctas o por lo menos acertadas, que va por un camino acertado. Por ello, es problemática tal sinceridad con respeto al mal, y por ello nos engañamos a nosotros mismos y, a la vez, intentamos engañar a otros acerca de las ‘razones’ o argumentos sobre la elección del mal. El mismo Hitler invocaba razones sublimes para justificar sus acciones criminales, y declaraba que la Providencia estaba de su parte.
Más arriba decíamos que nosotros calificamos algo de ‘bueno’ o ‘malo’ desde nuestra propia conciencia, y lo hacemos actuando como jueces veritativos, o sea, capaces de comprender y aplicar criterios de verdad. En relación con el mal, la conciencia juega un papel de primera importancia, y así lo indica Savater al opinar que si descargamos la conciencia de malas elecciones, o sea, que todo lo considere bueno o aceptable “…acaba desapareciendo como tal conciencia” (El Valor de Elegir), quedando convertida sólo en un espejo empañado que refleja mal la realidad, un espejo de autoengaño. Y en relación con esa necesidad de auto justificación, Aristóteles —al referirse a la debilidad de la voluntad o akrasia— establece una diferencia, como comenta Savater, entre el akrates o el pasionalmente débil, y el akolastos o el desenfrenado malvado, a quien sus “reiteradas perversiones le han llevado a convencerse de que obra bien cuando hace lo peor”.
Los positivistas, pragmáticos y relativistas afirman que los criterios para calificar algo de bueno o malo son netamente culturales, y como la cultura cambia así también pueden cambiar tales criterios. Así, cualquier cosa puede ser calificada como buena —y lo contrario a ella como mala— si tal cosa es aceptada o respaldada por una comunidad o conglomerado humano. Sin embargo, es necesario destacar que todo lo que hacemos lo hacemos con un propósito o intención. La intención es un criterio central en la consideración o valoración ética. Y toda intención se traduce en un objeto y un resultado. No hay intención inocente, pues toda intención humana lo es hacia un objeto, con un propósito determinado. Y tampoco hay intención practicada sin resultado. El objeto es lo que se persigue con la acción, y el resultado es lo que deriva de esa acción.
Luc Ferry —filósofo francés actual, no creyente— sostiene que aún persisten claros indicios de trascendencia que han escapado a la deconstrucción nietzscheana de ideales —o proceso de destrucción de ídolos— y refiere como ejemplos de trascendencia también la noción de justicia, el derecho a la vida, la belleza y la libertad —y otros principios que subyacen a los derechos humanos— como cosas que no encuentran sustentación filosófica desde la inmanencia. Y el mismo Ferry destaca que la total y pura inmanencia es un sinsentido —algo que no es real— y nos da a entender que romper con todo tipo de trascendencia significa romper también con lo humano. Por ello, afirma: “La verdad, lo justo, lo bello y el amor están siempre presentes en nosotros”, y comenta que “de ello no sólo no podemos sino que no queremos zafarnos, y allí hay trascendencia”.
Las valoraciones éticas nos sirven de guía para evitar que nos abrumen, nos derrumben o nos aniquilen los resultados de acciones contrarias a lo que somos y a lo que nos conviene por ser lo que somos. Y hacer el bien o hacer el mal tiene no sólo una significación diferenciada en términos de valor sino también sus propias implicaciones. No es algo neutral el hacer el bien o hacer el mal, o el proceder de una manera o de otra contraria a valoraciones y expectativas. Ciertamente, las valoraciones —y con ellas las expectativas—cambian culturalmente y han cambiado con los siglos, pero los criterios acerca de lo que somos, cómo somos y cómo nos conviene ser y vivir, siguen siendo las luces que guían nuestra razón en la dilucidación entre lo bueno y lo malo. Podemos adaptar o forzar valoraciones, cambiar opiniones y criterios de aceptación o rechazo a cosas o conductas, pero —sin caer en el consecuencialismo— diremos que las consecuencias o efectos de tales cosas o conductas serán entonces el criterio de valor ‘a posteriori’ que nos indicará si tales valoraciones y criterios han sido los adecuados o no.
S.F. / M.A.S.
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SURCARÉ EL ESPACIO INFINITO, ARRIBARÉ A UN MUNDO SIN FRONTERAS, DISFRUTARÉ DE AQUEL VALLE DE DELICIAS Y MIRARÉ EXTASIADO LA FAZ DE SU DIVINO Y EXTRAORDINARIO GOBERNANTE...